Mr Útil-Capitulo IV -Al Tío de los Recados le suben el sueldo-
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Raspas_002 2024 |
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Mi piso, en el límite de la corona metropolitana, me recibe fresco y vacío. Hemos comprado una propiedad en el sur –por mucho menos de lo que piensas– con el proyecto de abrir un hotelito, una pensión, como quieras llamarlo, y como el día a día de la reforma lo está llevando Ella no hay nadie para recibirme.
Abro la nevera, le hecho una mirada a las cervezas y la botella de Bobal y la vuelvo a cerrar. Soy un bebedor social, beber sin compañía no me atrae. Fumar es otra historia. Me deposito en el sofá y por un momento me siento muy cómodo y muy solo a la vez. Un petardo no me cura la soledad así que la llamo al celular. La grabación de una voz falsamente agradable me informa que su teléfono está apagado o fuera de cobertura. No me extraña, Las Casitas, nuestra propiedad en el Sur, están mágicamente desconectadas de la red móvil y por ahora me niego a considerarlo una desventaja. Llamo al fijo del Bed and Breakfast donde se hospeda, una mezcla de pensión rural y refugio de animales abandonados, gestionada por un matrimonio inglés. Mi inglés con quien peor funciona es con los ingleses, no creo que ellos lo consideren inglés siquiera. Consigo confirmar, con las habituales dificultades, de que Ella está a pie de obra. Digo que volveré a llamar, doy las gracias y cuelgo.
Cinco minutos después suena el teléfono.
–¡Pinocchio!
–¿Qué tal, cariño? ¿Cómo acabó la historia del terrazo?
Ella se ha empeñado en conservar lo máximo posible del suelo original. Encantará a los clientes, afirma. Yo entiendo que no es nada del otro mundo. Sin ser feo no le encuentro personalidad. Como derribamos tabiques para cambiar la distribución –cosa de eliminar pasillos casi siempre–, al suelo de las casitas le quedaron cicatrices donde antes descansaban las paredes. Como es imposible conseguir baldosas iguales de la época el contratista, Big G, propuso extraer las del centro de cada habitación y usarlas para tapar las huellas de la ampliación. Después rellenar estos nuevos huecos con algún modelo similar, que buscara el contraste más que el parecido. Parecía una buena idea, pero el resultado, por una causa u otra es penoso. Yo era partidario de cambiar el suelo y a la mierda la uniformidad y el vintage. Total, el presupuesto ya se fue hace tiempo. No pude convencerla, ni siquiera sé si realmente lo intenté. Mi tarannà1, holgazán de per se, es más acusado con ella, siempre le dejo salirse con la suya.
Soy un holgazán hiperactivo, no sabría definirme de otra manera. Mi impulso primario es no hacer nada; sentarse a la puerta de casa a esperar ver pasar el cadáver del enemigo siempre me pareció un buen consejo. Como la pasividad generalmente es imposible basculo hasta el otro extremo y me pongo a hacer todo a toda leche, por quitármelo de encima y no volver a pensar en ello nunca. No es que sea rollo bipolar: que me sienta un día capaz de todo y al siguiente todo me parezca imposible. En realidad, pienso que no hay casi nada imposible, solo que da demasiado trabajo hacerlo. No me gustan las listas de tareas largas, por eso pienso en forma muy lineal: primero una cosa y luego otra y otra, esperando que alguna sea la última.
Ella tiene una mente más burbujeante, pasa de una cosa a otra. Siempre se está preguntando qué pasará cuando x sea y. Ahora habla de cortinas, de la posibilidad de utilizar unas cortinas, que ya tenemos, en una habitación que todavía se está enyesando. No recuerdo de qué cortinas me está hablando, así que solo la escucho y hago gruñidos afirmativos. Creo que sobre todo necesita que la escuche y a mí me gusta oír su voz. Win win. Pensando en esto no he estado atento y me ha hecho una pregunta directa. Me he quedado mudo, no tengo tiempo de decir nada. La oigo bufar y me dice adiós como muy de golpe. Me dejó por imposible hace mucho tiempo.
Me sorprendo durmiendo de un tirón y de súbito ya solo faltan diez minutos para las nueve y el ferrocarril subterráneo me está dejando a un paseo del centro de la zona de negocios. Cuando llego al exterior el ruido del tráfico me está esperando insoportable. Mi cerebro necesita un tiempo para reajustarse al nivel de decibelios de una ciudad en la cresta de la ola, aunque esta ola no sea muy alta.
En el cruce de la avenida día tras día, jóvenes con chalecos de colores y carpetas postulan en nombre de ONG. Cada día son jóvenes diferentes y ONG diferentes. No confío en las ONG, ni en ninguna agrupación humana, tengo el prejuicio de que la cúpula directiva siempre está ocupada por el mismo tipo de gente: los que creen tener soluciones y como esto les da derecho a mandar están dispuestos a hacer lo que sea por continuar mandando, inclusive dejar para más tarde el aplicar sus soluciones. ¿Se entiende lo que digo? En mi cabeza es una imagen muy clara, que se vuelve turbia en cuanto quiero ponerla en palabras.
Subo los cinco pisos hasta la oficina andando, es un ejercicio que hago, subir escaleras. Siempre llego corto de aliento, es normal, subo bastante deprisa. Según entro por la puerta me encuentro con Pol, mi jefe, barajando notas y sobres en medio de la enorme recepción. No sabía que había regresado de… ¿de dónde?, no lo recuerdo.
–¿Tienes un momento? –me dice.
Claro que lo tengo, si el jefe te lo pide has de tenerlo, ¿no? Así que le sigo a su despacho. Mientra él continúa liado con la correspondencia que lleva en la mano yo me quedo plantado frente a su mesa, en una posición que recuerda al descanso militar, es parte del disfraz que siempre me pongo en el curro, todo el mundo tiene uno, ¿no? El mio sobre todo está cosido de frases sencillas y silencios. También me pongo una máscara, la de alguien no muy brillante pero fiel, la del tipo dispuesto y obediente. En realidad, siempre he sido más bien rebelde y perezoso, un pasota, lo que no me ha ayudado mucho en la vida, ¿no te lo había dicho? Pues eso, así soy, pero él no tiene por qué saberlo.
¿Y él?, ¿cómo es? No sé si tengo una opinión o solo un paquete de prejuicios. ¿Realmente estás interesado en qué sé yo de él?, bien poco. No bebe; creo que tampoco come, se mantiene solo a base de ambición desmesurada; o eso me parece. Anda a la greña con su mujer, eso dicen las chicas de la oficina, no es que se me haya confiado. Aunque si la ocasión es la adecuada parece cercano, dispuesto a hablar sobre sí mismo, lo que cuenta, sus anécdotas, sus reflexiones, ese continuo enumerar de triunfos, a mí al menos me produce vergüenza ajena, no parece consciente de que solo dibujan la caricatura de un hombre de éxito. A veces le veo, más que escucho, hablar y me pregunto hasta qué punto su seguridad, su entusiasmo, no es más que una pantalla que esconde algo. No sé si soy un buen observador de la naturaleza humana, no suelo acertar con lo que motiva a hacer nada nadie, pero si lo que busca es aprobación o respeto fracasa, porque con su pose no creo que encuentre más que envidia o indiferencia. Esos aires de nuevo rico que se gasta creo que son para recordarse continuamente que lo que hace tiene algún sentido. Conozco, he tratado con bastante gente en el ramo, en que en su cabeza el fin –ganar seguridad– y los medios –ganar dinero– quedaron confundidos mucho tiempo atrás. Podría preguntarle si es su caso, pero no creo que desee tener una conversación realmente personal conmigo y en realidad me es igual, prefiero que él hable y no tenerlo que hacerlo yo. Además, ¿quién soy yo para criticar las máscaras de los otros?
Pol me ignora a conciencia unos segundos más mientras ordena y vuelve a reordenar los papelotes que lleva en las manos, supongo que buscando la secuencia adecuada en que se ocupará de ellos. Al final parece darse por satisfecho, los deja sobre la mesa y esboza una corta sonrisa antes de ocuparse de mí, hoy al menos soy el primer asunto de la lista.
–Y así, ¿cómo estás? –pregunta.
–¿Yo?, bien; sí, bien gracias.
–¿No te machacamos mucho?
¿Machacar, a qué se refiere? A viajar, a eso, últimamente paso mucho tiempo por ahí, más que antes, ya te lo he comentado. Parece que es algo que ha decidido tener en cuenta, por sus propios motivos.
–No, no, está bien –contesto.
–Me alegro. Estaba pensando ¿cuánto tiempo llevas con nosotros, con La Firma?
¿Cuánto?, mucho, sí, mucho. No me preguntes desde cuándo, ni en qué fecha, los pasotas, los fumados, no somos buenos con eso, con la gestión del tiempo pasado, lo nuestro es el ahora. ¡Rápido!, contesta algo, antes de que parezca que estás embobado.
–¿Diez años?
–Poco más. El tiempo pasa rápido.
–Sí.
Por un momento parecemos mascar el paso del tiempo. Pol debe ser cinco o seis años menor que yo.
–Tenía ganas de hablar contigo y la conversación siempre se iba retrasando y retrasando; solo quería decirte, queríamos decirte, que nosotros, La Firma agradece tu... tu disposición, tu buena disposición.
–¿Sí?, solo intento hacer el trabajo bien.
Contesto, mientras intento transmitir cierta humildad más un pelo de asombro ante lo que es evidente: Pol continúa encantado con que nunca diga que no, ni haga demasiadas preguntas. Siempre procuro mantener la boca cerrada, y eso incluye no demostrar nunca la mínima curiosidad por los detalles de nada; ni siquiera por que demonios es en realidad La Firma, este ente que simulamos está por encima de todos nosotros, compuesto de socios capitalistas, coleccionistas caprichosos y tradición, aunque estoy casi convencido que en el organigrama no existe nada por encima de él, que ahora me habla con... ¿dulzura?
–Sí, eso, hacer un trabajo bien hecho, qué fácil y qué difícil, ¿no? Lo que quería decirte es que se ha decidido que esto se vea reflejado en tu sueldo, en tu retribución.
Su cara dibuja una media sonrisa un segundo antes de, con la ayuda de las notas en un papel, comentarme en cuanto y como esta va a aumentar. Cuando termina su sonrisa aumenta unos pocos grados y después se queda en silencio. Todo lo que acierto a contestar es:
–Gracias.
Y me callo. ¿Me acaban de subir el sueldo? No sé qué decir, por una parte, no quiero ser empalagoso en mi agradecimiento, ni frío. Debería ser natural, lo que la gente entiende por natural es expresar lo que uno siente, pero en realidad no siento nada especial. Vista desde fuera la situación es que un tipo bastante ególatra, con gran facilidad para encontrar nichos de mercado –que significa ganar pasta–, me da una propina, poco onerosa para él, con la que intenta comprar, mantener mi lealtad.
Me gustaría explicarle que lo consigue y que agradezco el detalle de que considere mi lealtad valiosa. Los empleadores te pagan por alguna habilidad que tienes, poner tejas, limpiar cristales, lo que sea, pero quieren tu lealtad gratis. La lealtad no debería ser algo gratuito. Yo, bueno, yo no soy gratuito. Barato, quizás sí.
Me gustaría explicárselo, pero ya te digo, intento parecer menos despierto y de paso menos complicado de lo que creo ser. No digo nada, me callo dejo brotar una sonrisa de satisfacción en mi rostro y al cabo de medio segundo repito:
–Gracias.
Pol niega con la cabeza y tras un momento de duda nos estrechamos la mano.
–Bueno, te dejo seguir trabajando. ¿Mucho lío hoy también?
–Da coletazos, pero las chicas comentan que ya está casi todo preparado.
–¡Aleluya!
Suena su teléfono, contesta, yo esbozo un gesto de despedida y salgo del despacho. Es la tercera vez en diez años que me suben el sueldo –no cuento las subidas sindicales, inflación y calderillas varias, que esas también las he tenido–, como las otras veces la parte de este que más crece es aquella que recibo en efectivo, ese sobre marrón que aterrizan sobre mi mesa cada mes. Los dos aumentos anteriores fueron de alrededor del treinta por ciento. La primera vez me sorprendió, la segunda me pareció casi un problema, mi vida se puede decir que es ascética para la época que vivimos, vamos, que no tengo coche, no juego, me compro la ropa en hipermercados, la hierba es barata. ¿En qué iba a utilizar ese dinero que no podía meter en el banco? Ahora BigG se lo come casi todo. Además, hay el pequeño detalle que estas gratificaciones siempre han precedido a nuevas responsabilidades y no sé si compensa. Tener más dinero disponible, a veces solo significa que tienes más posibilidades de meterte en líos más grandes.
–¿Cómo te fue?
Miss Contabilidad se ocupa desde una esquina de la recepción, delimitada por un archipiélago de legajos, de mantener la ficción o quizá la realidad de que La Firma solo es un negocio ruinoso más. Mientras me mira por encima de las gafas de lectura esperando una respuesta pienso por un momento que se interesa por mi charla con Pol, pero la considero personal, ¿no?
Luego recuerdo que Miss Contabilidad retoma las conversaciones justo en el momento donde se interrumpieron, no importa cuando: un minuto, dos días, tras las vacaciones... Tengo que buscar en mi fichero mental cuál fue nuestra última conversación. La tengo, justo antes de ir a pasar la mañana en la delegación del Fisco, explicándome acerca de una larga lista de movimientos de efectivo; por lo demás absolutamente justificables, me han asegurado.
–Aburrido, tuve que esperar mucho rato –acierto a contestar.
Vivimos el país, el mundo, una continua, eterna crisis; desde que estalló La Firma no ha parado de adaptarse por el método de encogerse, así que según ha ido pasando el tiempo, se ha ido reduciendo el personal administrativo y el de producción hasta que hemos acabado en la mínima expresión, tanto que a día de hoy en apariencia ya solo quedamos Miss Contabilidad peleando con los números, Lady Nicotinne, que debe estar por allí, encerrada en su castillo y yo.
Ellas son quienes mantienen a raya a proveedores, bancos y talleres. ¿Qué hago yo exactamente?, ¿Cuál es mi trabajo? creo que es ir a donde nadie quiere. Por ejemplo, a las llamadas de Hacienda, donde acudo a demostrar muy buena disposición –mi especialidad, por lo que parece– y absoluta ignorancia de los detalles.
–Estos requerimientos siempre me han dado mala espina –sentencia ella, mientras reordena una de sus innumerables pilas de papel–. Ya verás cómo te hacen volver.
–Espero que no, se supone que queda apuntado que soy un mandado, el tío de los recados, y ya no volverá a saltar la luz roja cada vez que cobre un talón.
–Ya veremos. Huele a tanteo, un principio antes de intentar morder a La Firma.
Por un momento me parece hasta soñadora, como si la posibilidad de medirse con la Agencia Tributaria fuera un pasatiempo, un agradable cambio en la rutina.
Miss Contabilidad hunde nuevamente su hociquillo entre los papeles en su guerra interminable con la burocracia. Todas las legislaciones están llenas de huecos que va probando sobre la marcha. La Firma está siempre procurando correr un poco más que el estado y los gastos generales. Me sorprendo a mí mismo pensando en términos de persecución, el argumento favorito de digamos los ricos, de la gente con posibles, aunque estos posibles sean pocos. Porque, vamos: ¿hay motivo en esta persecución? Bien, no creo que nadie tenga sus asuntos al cien por cien al día e inmaculados, es difícil. La misma presión fiscal premia el huir de esta, además la percepción que se tiene es que ahora se está en un sobrepresión, por la necesidad de pagar los desaguisados del mal gobierno. Mi pensamiento es que, como siempre, nadie tiene la razón, aunque todos tienen motivos.
Nosotros, La Firma, no sé hasta qué punto somos deshonestos. ¿Hay graduaciones en la deshonestidad? Fingimos acogernos a las normas que rigen la sociedad, cuando en realidad las subvertimos con mayor o menor elegancia. Con mayor elegancia que nuestros democráticamente elegidos gobernantes, espero.
Miss Contabilidad levanta la vista de sus papeles y me mira sorprendida de que todavía esté allí plantado. Hasta yo lo estoy.
–¿Cómo fue por Milán? –me pregunta, más que nada para hacerme volver a la tierra.
–Bien, fácil –miento, o no, todos los problemas que tuve ahora ya me parecen ridículos.
–¿Ningún problema?
–Solo que no son muy puntuales.
–Sí, eso es verdad.
Debería salir, fingir que tengo una mañana muy ocupada en una ciudad que enloquece por la presión turística. Los bancos venden sus sedes centrales a lujosas cadenas hoteleras, que las compran con créditos de estos mismos bancos. A pequeña escala los propietarios dejan de residir en los barrios céntricos para transformar sus viviendas en residencias turísticas; tienen tanto éxito que seguidamente el resto de los vecinos son expulsados de sus pisos de alquiler. Los barrios antiguos, la misma ciudad se transforma rápidamente. Todo el mundo se queja, menos los que sacan provecho, que agradecen que esta vez Fortuna les sonría a ellos –¿puede que me esté sonriendo a mí también?–, pero Fortuna es caprichosa, tiene dos caras, es mejor desconfiar de ella.
Para confirmarlo Lady Nicotinne me convoca a sus dominios. Sus dominios son dos piezas en el extremo más alejado de la oficina, las dos dan al exterior y tienen las ventanas abiertas para dejar salir el humo de los cigarrillos que, fingimos no darnos cuenta, fuma continuamente. El ruido que entra, tráfico de la avenida, no parece molestarla, a mí me molestan las dos cosas, el olor a tabaco y el ruido.
Lady Nicotinne reina en producción. Ella ordena transformar las excentricidades de la tierra en los aderezos que, con suerte, venderemos en el otro extremo del mundo. Actúa siempre como si su departamento, y por extensión ella, estuviesen en un nivel superior de las cosas y que todos les debiéramos pleitesía. No parece consciente que la joyería acabada no es la parte más importante del negocio de La Firma, sino solo una más. Si me aprietas te diré que su valor más importante es servir como excusa para presentarte delante de la gente que se debe conocer.
Desde que hemos externalizado cada parte del proceso de producción –ya sea prototipado, fundición, clavado, pulido–, las piezas bailan de mano en mano antes de volver a su regazo para ser aprobadas. Esta espera le pone tensa. Cree profundamente que sin su supervisión somos incapaces. Quizá hasta tenga razón. Lo cierto es que, como hombre para todo que soy, ahora me veo implicado en su aparato de control. Hago muchas visitas a talleres y proveedores. Recojo, mido, peso, entrego. Yo también bailo por la ciudad, a un ritmo que intento me sea suave y agradable. Cada vez que viajo ella se queja, en voz alta y en soledad, del retraso que se produce en el verdadero trabajo, en el trabajo importante, el que dirige ella. Nadie parece hacerle el menor caso, yo cada vez voy más lejos por más tiempo y recuerdo que a partir de ahora por más dinero. Debería estar más contento. Creo. ¿Me merezco un premio? Sí, en realidad hay una cosa que me gustaría comprarme, no es que antes no pudiera, pero con lo de la obra soy reacio a gastarme hasta la calderilla...
–Orlando tiene que ir al oculista.
Me suelta Lady Nicotinne según me ve, lo que interrumpe mis pensamientos, como no tengo más remedio me obligo a colaborar en la conversación.
–¿Continúa quejándose de sus ojos?
–Ahora es verdad.
Orlando Viernes, alias ¿has–conocido–a–Cristo–hermano?, es un engastador que en su día Pol importó de una isla caribeña, donde los fabricantes estadounidenses llevan un siglo deslocalizando la producción. Su nombre no es una broma, aunque lo parezca.
–Fíjate, cada día va a peor.
Me tiende un anillo y la lupa de 10x. El anillo es básicamente un pavés, piedras, pequeños brillantes en este caso, clavadas muy cercanas unas de otras, hasta casi cubrir la superficie. Las tablas de las piedras deben seguir el contorno de la pieza suavemente, sin sobresalir. Si no se clavan en el ángulo adecuado, el más pequeño error arruina el efecto. Bajo la lupa el clavado se ve, bueno, no se puede decir que sea un derroche de calidad.
–¿Lo ves? Cada vez clava peor.
–Nunca ha sido muy bueno haciendo pavés.
Lo que es cierto. Orlando fue fichado porque era rápido y tenía mano para clavar pequeñas piedras blandas, sobre todo esmeraldas. Entonces producíamos piezas estilo déco casi en serie para el mercado estadounidense. De un día para otro perdimos el distribuidor, pasaron de moda o las dos cosas a la vez.
–Tiene que ir al oculista. ¡No ve! No acepta que se está haciendo viejo.
–Es difícil de aceptar para todo el mundo –digo por decir algo.
En la oficina siempre estoy poniendo paños calientes, haciendo equipo. ¿Por qué? Realmente no lo sé. Bueno, sí: todos me importan una mierda y es mi manera de disimularlo.
–Alguien tiene que hablar con él.
–¿Alguien? Hazlo tú.
–A mí no me escucha, soy joven, soy mujer, soy una apóstata, una hereje o algo peor.
Lady Nicotinne siempre se ha tomado mal los intentos evangelizadores de Orlando, ¿no he comentado que es un gran devoto?
–¿Pretendes que yo hable con él?
–Sí.
–¿Por qué tendría que hacerme caso? ¿Por qué tendría que escucharme?
–Tú solo déjale caer que yo estoy... ¡insatisfecha!, preocúpalo dile que voy a hablar con Pol.
–¿Qué piensas que hará Pol? ¿Despedirle? Ya está despedido.
Cosa cierta, en La Firma, desde siempre, si puedes hacer tu trabajo desde casa y tienes suficiente aportación al desempleo, se te despide y así ganas dos sueldos. No es mi caso. Yo no puedo hacer mi trabajo desde casa.
–Dile que hablaré con Pol y no le daré más trabajo –suelta tajante.
Se supone que ese es su privilegio. Aunque yo no hablaría con Pol. Nunca voy con problemas al jefe, solo con soluciones. ¿Quiere dejar fuera a Orlando?, que lo deje y que sea él quien vaya a quejarse. Me lo callo, porque en realidad ¿qué sé yo de esto?
–Bien, si tengo ocasión se lo diré.
–Hoy la tendrás, llévale esto, a las once.
Y me tiende un manojo de sobres marrones, que en el ramo son también el envoltorio estándar de las piezas en fabricación. Yo los acepto y me callo, por enésima vez, que no concerté horas de entrega o recogida sin consultar primero conmigo, porque tengo más cosas que hacer, algunas importantes; por ejemplo no hacer nada.
2
–¿Has conocido a Cristo hermano?
Orlando Viernes siempre te recibe así: preocupado por tu alma. Como a mí me resulta difícil elegir entre dos pastas de dientes, no comprendo cómo él ha podido escoger una deidad determinada a la que adorar. Vive en un piso laberíntico junto a su hijo, su última mujer, –a la que creo que no he visto nunca salir de la cocina– y una plantilla cambiante de familiares –sobre todo hermanos y hermanas, que no tengo claro si lo son de carnales o de fe– que pasan temporadas, mientras intentan integrarse en el mercado laboral. El niño ya debe tener más de veinte años, es moreno, alto y procura evitarme la mirada, eso o no se da cuenta que existo.
Vi una vez predicar a Orlando desde el púlpito de la iglesia evangélica en la que es pastor. Recuerdo como enumeraba frente a la congregación todos los pecados, las faltas, que Cristo había tenido que lavar de su alma. Sus pecados eran muchos y se le veía tan feliz de airearlos como un exhibicionista de abrirse el abrigo. Recuerdo al chaval, su hijo, en una esquina del escenario –que ocupaba junto al resto del juvenil grupo musical que nos había estado bombardeado con alabanzas–, mirando al frente con cara impasible mientras su padre en su proclama le hacía entrar en la categoría de fruto de relación pecaminosa. Me gustaría hablar con el chaval y decirle que yo también pienso que su padre es gilipollas.
–Te traigo trabajo, Orlando. Me tienes el gallinero revuelto. Las chicas sufren por ti. Eso no me gusta, eres un hombre nuevo, no tendrías que maltratar a mujeres.
–Ese yo ya murió, Jesucristo sanó la maldad en mí, él me mostró el camino.
–Cógele de la mano por si acaso estás a punto de perderte. Producción piensa que estás perdiendo la vista.
Y le dejo el sobre del anillo de pavés en el borde del banco de trabajo, como quien se descarta de un naipe. Me queda tan teatral que por un segundo me siento muy satisfecho de mí mismo. Sí, yo también soy gilipollas. Viernes lo coge con dos dedos, como quien se ve obligado a coger algo frágil y sucio.
–Alabado sea Dios. Otra vez vuelve a estar por aquí.
–¿Qué esperabas?
–Esperaba un poco más de metal donde clavar... y quizá más distancia hasta el forro...
Y Orlando Viernes se olvida de su jerga mística y me endilga una serie de razonamientos que se resumen en que él no tiene la culpa de nada. Yo no le escucho, sé perfectamente que según avanza la técnica cada vez se usa menos metal en las piezas, también sé que la técnica de su oficio también ha cambiado, que los jóvenes utilizan grandes utillajes parecidos a microscopios con los que superan esta dificultad.
–Viernes, esto que cuentas no es nada nuevo, nuestro trabajo siempre es difícil y siempre tenemos prisa. ¿Qué ha cambiado ahora? ¿Por qué se te atascan las piezas?
Me gustaría añadir que pasearme arriba y abajo de la ciudad con un anillo que vale lo mismo que un coche pequeño, un coche pequeño con todos los extras si lo clavase bien, no me hace feliz. Me hace sentir como que estoy trabajando y acabo de recordar que el trabajo es un castigo divino.
–A mí no se me atascan las piezas, a mí me las devuelven.
–¿Pero tú las... ves bien cuando las entregas? –y la pregunta vale para sus ojos y para la calidad del trabajo. ¿Por qué tengo pudor en preguntarle a un tío por su agudeza visual directamente, y no digamos por su dejadez en ponerse al día con las herramientas de su oficio ? Me parece que es porque pienso que estas cosas solo son asunto suyo.
Orlando se piensa su respuesta; pero no me parece que quiera confiarse. Creo que lo primero que le viene a la mente es enviarme, no cree que yo sea nadie que pueda cuestionar su trabajo, solo soy el tío de los recados. Como solo soy el recadero, un tipo sencillo que nunca va con segundas, me da el beneficio de la duda y con un ligero tono de hastío decide contestarme.
–No, pero es lo que se puede conseguir.
Y comienza otra detallada descripción de todas las dificultades que está sufriendo la manufactura del anillo y, como no tengo nada mejor que hacer esta vez, le escucho y me entero de todos los cambios en el diseño que se tuvieron que hacer por capricho del cliente, rematado todo por la falta de medidas adecuadas en algunas piedras clave que obligó a desclavar las que ya estaban colocadas y volver a empezar. En resumen: nada nuevo, nada que no sea parte inseparable del negocio.
Hasta me enfada un poco, como si un tío, una señora, un cliente, alguien que compra joyería no tuviese derecho a ser caprichoso; pagan por serlo, ¿no? Es eso lo que vendemos: caros caprichos. Su charla me suena como si un meteorólogo se quejara del mal tiempo.
Decido que me da igual, no tengo por qué hacer esto, solo estoy mediando, hablo con él por no discutirme con Lady Nicotinne. Ella es quien debe preocuparse de motivar a su equipo, así que comienzo a asentir suavemente con la cabeza como si tuviera en cuenta las chorradas que me suelta hasta que la conversación se extingue de forma natural. Agradecido, Orlando cree recibir mi silenciosa comprensión y cuando me despido, en el recibidor lleno de cajas de cartón, recibo a cambio unas cuantas bendiciones extras.
Salgo de su corta calle y me fijo que en la principal donde desemboca ya está derruido el edificio que durante mucho tiempo compartieron un comedor benéfico y una discoteca. Un cartel de elegante caligrafía anuncia la próxima construcción de un hotel. Me quedo embobado unos momentos intentando enumerar mentalmente cuantos proyectos de estos están en marcha en la ciudad. Sé que muchos, los he visto, pero ninguno ha dejado huella en mi mente, no sabría situar ninguno. ¿Por qué? Debo de tener la memoria a corto plazo frita por la hierba, eso o he decidido ignorarlos, convencido que un día el exceso de hoteles comenzará a desaparecer, como desaparecieron las tiendas de gomas, el betamax o los cigarrillos electrónicos. ¿Estos no han desaparecido? ¿Seguro?
Ver al hijo de Orlando salir del portal de la casa paterna me devuelve a la realidad. Va vestido de operario de algo. Acarrea dos de las cajas de cartón que dormían en el recibidor. Las carga en una furgoneta, rotulada con el anagrama de una ¿Telefónica?, y desaparece calle abajo. Ese gorrión ya deja el nido. Allá va un joven más preparado que lo que lo estaré yo nunca, a la conquista del futuro. Pobre idiota, me pregunto cuanto tiempo de instalación por línea les dan ahora los putos explotadores; se suponía que la tecnología nos haría más libres y lo que ha hecho es generar nuevos tipos de esclavitud. Entonces, sin que venga a cuento, creo comprender el desinterés de Orlando. Puede que no tenga ya la vista que tenía, pero si no se decide a tomar alguna medida –ir al oculista, comprarse un microscopio de esos que ahora usan los clavadores– es porque ha llegado al fin de una de las páginas de su vida y no se decide a girarla.
Pasa de nosotros y nuestras movidas. Quizás piensa en regresar a su isla. A lo que piensa que es su hogar. Creo que, en su mente, ya se ha ido. Se larga, se da el salto, se las pira. Todo el mundo necesita algún sitio al que regresar, aunque nunca hayas estado en él, aunque sea mítico.
Tengo mucha imaginación. ¿Pienso esto porque es lo que me pasa a mí?
Puede que Orlando se ponga las pilas –actualizando su técnica en vez de quejarse, aceptando que las cosas cambian, que los forros van a ser cada vez más delgados, que cada vez tendrá menos metal donde engastar– y retome sus niveles de calidad; o que nos deje, víctima de un grave caso de nido vacío. Es igual, no es problema, hay más Orlando Viernes, creo. En este negocio el único imprescindible es Pol, aunque él un día cualquiera también puede cansarse, hacer los bártulos y marcharse a Miami o a Andorra. Eso sí me afectaría. Ahora la cosa es: ¿qué le digo a Lady Nicotinne? ¿Orlando dice que todo el proceso falla y lo suyo entre tanta cagada no se nota? ¿Orlando necesita un hombro sobre el que llorar? Me apetece tan poco hablar con ella ahora que como antes con él. ¿Tengo que hacerlo ahora mismo?, ¿desde cuándo estoy en, como se dice... recursos humanos?
No tengo que tomar ninguna decisión. Salvado por la campana, me vibra el móvil.
–¡Pinocchio!
–¡Cara!
–BigG ha enloquecido, está loco y me va a enloquecer a mí.
–¿Qué pasa, cariño?
–El pavés lo ha hecho una tira más ancha.
¿Desconcertado? Yo también, por un momento no sabía a qué pavés se refería. Este es uno de piezas de obra transparentes, ¿hormigón vitrificado, se dice así o me lo invento?, donde antes estaba una puerta estrecha.
–¿Por qué?
–Dice que es como se hace, a la medida del pasillo del fondo.
Eso tiene sentido, o suena como que tiene sentido.
–¿Cómo ha quedado?
–¡Bien!
–Pensé que era un problema.
–El problema no es como quede. El problema es que me doy media vuelta y tira media pared sin preguntar.
–Es problemático, pero inevitable.
–¿Problemático? ¿Inevitable?... ¿Puedes hablar? ¿Tienes alguien delante?
–No, Sí. –miento dos veces.
–¡Oh! ¡Vaya! Te llamo luego. Este se entera.
Paso de mis responsabilidades domésticas. Soy un mal hombre. Tengo una chica fantástica. Soy un mal hombre al que le han subido el sueldo, quizás pueda, deba, darme un capricho. No es que no pudiera antes, pero no me parecía el momento, con la obra en marcha no debía gastar, por si acaso ¿no lo había dicho antes?, es igual: ahora puedo hacer una excepción. Igual es demasiado tarde y ya la han vendido, hago una llamada. Tengo suerte está disponible, concierto una cita.
3
–¡Ocho tumores, ocho!
Afirma el tipo mientras me enseña una larga cicatriz curvada en su costado, una sonrisa de bordes prominentes e interior rojo oscuro; casi violeta. No sé si intenta impresionarme. Vale, es una señora cicatriz, pero su misma existencia refleja algún tipo de solución, ¿no? Todos tenemos cicatrices, algunas cosméticas y todo. Yo si tuviera una no se la enseñaría a un tipo que hace diez minutos que acabo de conocer, aunque igual pienso esto porque no acaban de abrirme en canal en un quirófano.
–Ahora me lo tomo todo con más calma, ¡más de sano! –continúa.
No hago más que asentir. No sé qué decirle. Pienso varias respuestas, ¡te fue por los pelos!, mis mejores deseos, ¡tío, me das yu yu! Pero no me suenan bien ni en el interior de mi cabeza. O sea que continúo asintiendo a sus exclamaciones, hasta que considero que no es maleducado volver a prestarle la atención a la guitarra.
Volver a prestarle atención a la guitarra, hace unos pocos años que lo hago. Con quince años conseguí una y estuve una temporada atormentando a todo el mundo. Intentaba aprender a tocar solo. No funcionó. Decidí que si no era capaz de hacerlo así, es que en realidad no valía para ello. Además, solo había que mirarme, no tenía pinta para nada de guitarrista. Solo de chaval desconcertado.
La guitarra que descansa sobre mi muslo derecho es una Epiphone Casino Tobacco Sunburst. La fecha de fabricación es de hace cinco años, pero parece tener poco uso.
–No la has tocado mucho –es evidente, se lo digo sobre todo por intentar apartar la conversación del tema médico.
–No. La compré con ilusión y luego descubrí que me molestaba, esta chica tiene la cadera ancha y no conseguía ponerla en posición; casi siempre toco sentado. Esta guitarra me salvó la vida, fue por ella que palpé los bultos. ¡Ocho!
Nunca sé qué decir en estas situaciones. La enfermedad, la muerte, la desgracia parecen quitarle todo el peso a las palabras. Todo me suena fatuo, sin sustancia. Opto por callarme, concentrarme en la compra. Olvidar la gran cicatriz y todas sus confirmaciones.
La guitarra está fabricada en China, Epiphone anteriormente fabricaba el modelo en Corea y en algún pasado mítico en USA, aunque de esas solo las he visto en foto. Me pide aproximadamente la mitad de su precio nueva. Es un buen precio, con ese precio, si no te haces a la guitarra, puedes conseguir una reventa rápida con poco o nada de perdida. No es el caso. Yo casi todas me las quedo. Me miento a mí mismo diciendo que son una inversión –no es tan raro, los instrumentos musicales son de las pocas cosas que suben de precio con el tiempo–, cuando son una colección. Me gusta la Casino. Quiero una.
–No sé por qué se queja la gente de la Seguridad Social. Yo no tengo ninguna queja. Me trataron estupendamente: ¡estoy vivo!
Ríe, no es para menos, me uno a la risa tímidamente hasta que yo callo y él comienza a explicarme las ventajas e inconvenientes de las grapas contra el hilo de sutura. No exactamente, pero al final es eso lo que está diciendo. La conversación continúa poniéndome nervioso. No sé cuál era, o es, su enfermedad, me pregunto si será contagiosa. Por un momento pienso en preguntárselo. ¡Oye, tío! ¿qué decías qué tenías?, ¿eso es contagioso? Me siento culpable por pensarlo. ¿Por dónde iba? Me gusta la Casino. Quiero una. Me prestaron una durante un tiempo, cuando la tuve que devolver se me rompió el corazón, no se me ocurre ningún otro motivo por el que no corrí a comprarme otra inmediatamente.
Los polos de la pastilla del puente están muy roscados, muy hundidos en la bobina, bajo el nivel de la tapa de la pastilla. Es un truco habitual si quieres intentar evitar distorsiones, Más que distorsión un empastado del sonido a alto volumen que precede a la realimentación. Este empastado a mí me parece el carácter principal de la guitarra, su voz más personal, no lo veo como un inconveniente, solo la ola que has de cabalgar.
Taño las cuerdas. Tengo los dedos viejos, tardan en calentarse, en funcionar. Nunca seré un buen guitarrista. Aun así, ella me responde. La Casino es de caja hueca, tiene un tono agradable, aun apagada. Intento ignorar el monólogo médico y pellizco cadencias y rasgo acordes de quinta, y al final me arranco con un blues sencillo y sentido.
–¡Eh! Sabes tocar la guitarra.
Para mí también continúa siendo una sorpresa. Una hora después, con la guitarra sujeta en la moto –he conseguido que incluyese en el precio una bolsa acolchada bastante competente– me doy cuenta de que no la he probado enchufada. No es preocupante, soy bastante friki con la electrónica y los problemas eléctricos de una guitarra siempre son sencillos. Vamos, que nunca tienes que decidir en segundos si cortar el cable rojo o el azul. Pero, aun así, ¿Cómo me ha podido pasar? ¿Tanto me afectó la cicatriz? ¿Quería tanto una Casino que iba a comprarla de todas maneras? ¿Voy demasiado colocado?